Críticas

PEDRO MUIÑO

Pedro Muiño Fernández nace en Irixoa (A Coruña) en 1954. Cuenta, pues, con cincuenta y nueve años de edad, de los que lleva cuarenta y dos de oficio, ya que realiza su primera muestra individual en 1971, con diecisiete años de edad. Ha cumplido más de cuarenta exposiciones individuales en España (Alicante, Barcelona, Bilbao, A Coruña, Ferrol, Madrid, Murcia, Santiago de Compostela, Valencia y Vigo) y EE.UU. (Miami), y numerosas muestras colectivas en España, Francia, Bélgica y EE.UU.

Varios son los espacios vitales en su infancia y adolescencia. Su familia se trasladó a Vigo, donde permaneció desde 1954 a 1958. Su padre, músico, decidió partir entonces a Venezuela, un lugar de destino de muchos gallegos en aquel tiempo. La familia se asentó en Trujillo, un pueblo del interior, en las faldas de la cordillera andina, que le sedimentaría, como su infancia gallega, el poso de una naturaleza barroca, exultante y panteísta.

En 1963 regresó a Vigo, donde estudió el bachillerato en los Hermanos Maristas, comenzando enseguida a participar en exposiciones colectivas. En 1971 la familia decide trasladarse a Ferrol, y en ese mismo año, como indicábamos más arriba, realizó su inaugural exposición personal.

En A Coruña, realizará sus estudios de náutica, llegando a navegar durante dos años y será también, en el balcón del Atlántico, el lugar donde desarrollará totalmente su vocación pictórica.

De 1978 a 1979 vivió en Huelva. Dentro de esa dinámica errante, se traslada nuevamente a A Coruña en 1980, donde permaneció hasta 1996 y donde comenzó a desarrollar ya de una manera plena su vocación.

Participará de los movimientos culturales que, tras el restablecimiento de la democracia en España, surgieron con tanta energía en los ochenta en la ciudad de cristal. Funda junto a otros artistas coruñeses, de proximidad generacional, el colectivo Gruporzán (1984-1987), José Eduardo Martínez González “Chelín” (1945), Xabier Correa Corredoira (1952), César Otero (1952), Xoti de Luis (1953), Pepe Galán (1955) y Xurxo Gómez-Chao (1960). Aunque sólo hicieron una sola exposición, como tal grupo de artistas plásticos, pues en realidad el proyecto, configurado a través de una asociación local de dichos artistas de A Coruña, trataba de constituir una necesaria sala privada para el arte (en la calle de Orzán) ante la total desaparición de todas las galerías privadas en la ciudad herculina. En una primera fase, buscaron prestigio, con innegable trascendencia a nivel nacional, participando incluso en varias ediciones de ARCO. Pero no se consiguió la segunda parte del proyecto, la profesionalización, pues no dieron con la persona adecuada que liderara tan necesaria parte.

En 1996 se traslada a Cataluña donde vive un par de años, ubicándose y asentándose posterior y definitivamente en Alicante, donde vive y trabaja en la actualidad y desde donde siempre vuelve y mira hacia Galicia.

La trayectoria de su trabajo, siempre ha mantenido una cosmovisión muy personal, manteniéndose -casi como un credo propio- al margen de corrientes o modas. Una pintura a la contra, una obra difícil de encasillar (telúrica, mitológica, simbólica), desde una absoluta libertad total.

La crítica, en su ineludible afán clasificatorio, tiende a etiquetar la obra de cada autor o autora de una manera que permita constituir todo un imaginario o background entorno a éste o ésta. Su obra, parte en los años setenta de una figuración de corte onírico simbólico, que ha sido etiquetada como surrealista, con connotaciones hiperrealistas. Creemos que, en realidad, si algún movimiento precedente pueda caracterizar esta etapa sería el Simbolismo, una pintura de contenido poético, estilo que permanecerá latente a través del tiempo y periódicamente aflorará de formas diversas en ciertos periodos de su obra. El movimiento simbolista reacciona contra los valores del materialismo y del pragmatismo de la sociedad industrial, reivindicando la búsqueda interior y la verdad universal y para ello se sirven de los sueños, que gracias a Freud, ya no se conciben únicamente como imágenes irreales, sino como un medio de expresión de la realidad. El Simbolismo no pudo desarrollarse mediante un estilo unitario; por eso, se hace muy difícil definirlo de forma general. Es más bien un conglomerado de encuentros pictóricos individuales. Necesitó desde un principio de un idioma pictórico abstractivo. Y es, en este punto de unión con lo onírico, del posterior Surrealismo, por lo que quizás se le haya venido en clasificar de surrealista a Muiño.

Pictóricamente una de las características más relevantes del Simbolismo es el color: a veces se utilizaban colores fuertes para resaltar el sentido onírico de lo sobrenatural. Del mismo modo, el uso de colores pasteles, junto con la difuminación del color, perseguía el mismo objetivo. Muiño utiliza con viveza el color, se sirve de una paleta donde abundan amarillos, anaranjados, ocres, azules, ultramares, añiles. En cuanto a la temática: pervive un interés por lo subjetivo, lo irracional, al igual que en el romanticismo. No se quedan en la mera apariencia física del objeto sino que a través de él se llega a lo sobrenatural. Los pintores y poetas ya no pretenden plasmar el mundo exterior sino el de sus sueños y fantasías por medio de la alusión del símbolo. La pintura se propone como medio de expresión del estado de ánimo, de las emociones y de las ideas del individuo, a través del símbolo o de la idea.

Una de las novedades más importantes del Simbolismo, a nivel temático, es el de la mujer fatal: la unión entre el Eros y el Thanatos y en ello subyace una nueva relación entre sexos. A la pintura se la define con conceptos como ideista (de ideas), simbolista, sintética, subjetiva y decorativa. En cuanto a las técnicas: lo que une a los artistas es el deseo de crear una pintura no supeditada a la realidad, en oposición al realismo, y en donde cada símbolo tiene una concreción propia en la aportación subjetiva del espectador y del pintor. No hay una lectura única, sino que cada obra puede remitir cosas distintas a cada individuo. Su originalidad, pues, no estriba en la técnica, sino en el contenido.

En los años 80 se servirá Muiño de una figuración atlantista y a la vez italianizante y mitológica, continuando ese poso simbolista, que permanecerá evidente en su posterior obra tras el abandono de la figuración hacia una obra mucho más psíquica e introspectiva, espacio vital en el que se moverá desde el inicio de los años 90 , hasta la actualidad, con la natural evolución propia del carácter convulso de la obra del autor, siempre en lucha entre su barroquismo natural, (sin duda originado por su infancia transcurrida entre el interior de Venezuela y Galicia, con su panteísmo y explosiva riqueza natural con su consiguiente poso en la retina del autor) y la necesidad estética y conceptual, de limpieza y simplicidad. Aparece la línea, plana, caligráfica; el uso del esgrafiado; el dibujo, la línea estructura la obra; la textura.

Muiño ha reposado un amplio espectro de tradiciones plásticas: los jeroglíficos egipcios, Velázquez, Sánchez Cotán, Kandinsky, Klee, Miró, Calder, Antonio López, Delacroix, Tanguy, de los que nos parece oír ecos en sus obras y a partir de los que ha constituido y construido su propio signo, su propio símbolo, su propio logotipo, su propio icono, sus propias palabras.

Muiño en realidad no boceta, dibuja continuamente, el dibujo es clave en su obra, y lo concibe como una obra per se, que empieza y termina en sí misma. En su proceso pictórico va al encuentro, nunca sabe lo que va pintar. Huye y abomina del actual discurso que se le exige al artista, por ello se mueve mejor entre los orígenes de la pintura, detesta el todo vale, el espectáculo, lo efímero, lo banal, lo comercial, la anti-pintura, lo vacío, lo gratuito. He de que indicar que es uno de los pocos artistas que conozco que deshecha producción, viniendo a destruir un tercio de su producción -más en sus principios sobre todo- aunque ahora y, gracias al oficio, consigue ser más benévolo consigo mismo y admitirse más. Un perfeccionista nato.

Una faceta curiosa: el trabajo que se lleva entre manos, la obsesión que descarga en el lienzo, la comparte, la compagina con dos series diacrónicamente en su trayectoria: por un lado con numerosos autorretratos que nos van desplegando al artista a lo largo del tiempo y por otro una serie de pinturas alla maniera italiana, de auténticos paisajes renacentistas, que saca de su pensamiento, influenciado, obvia y claramente de los maestros del Quattrocento y Cinquecento, entre los que se mueve como pez en el agua entre el antropocentrismo humanista y estilísticamente por la búsqueda de las formas artísticas de la antigüedad clásica y la imitación de la naturaleza.

El trabajo que ahora nos presenta, es una selección de medio centenar de obras, de las más doscientas que forman parte de la colección, que intitula “Serie Negra” (2006-2013), en la que lleva trabajando los últimos siete años. Tiene su origen en series de los años 1994, 1996 y 2001; trabajos que no se mostraron al público; ese tipo de obra que permanece en el estudio y que con el tiempo aflora y termina haciéndose visible.

Muiño trabaja por series, a las que bautiza de forma colectiva. Hay una dificultad al titular. Los títulos tienen vida propia, muestran sus inquietudes, sus traumas, sus pensamientos. “Diccionario de la taumaturgia” es como denomina a cada pieza de esta serie, el subtítulo podríamos decir. Es sagaz, brillante y cuanto menos paradójico. Diccionario, siguiendo al de la RAE, es un “Libro en el que se recogen y explican de forma ordenada voces de una o más lenguas, ciencias o de una materia determinada”. También, en su segunda acepción “Catálogo numeroso de noticias importantes de un mismo género, ordenadas alfabéticamente”. Taumaturgia es la “Facultad de realizar prodigios”, es decir “Suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza. / Cosa especial, rara o primorosa en su línea. / Milagro (hecho de origen divino). / Persona que posee una cualidad en grado extraordinario”. Lo que nos muestra Muiño es, en definitiva, un catálogo de lo inexplicable, lo misterioso, lo enigmático, lo impenetrable, lo hermético, lo esotérico, lo secreto, lo oculto, lo recóndito, lo reservado, lo profundo, lo oscuro. Y ahí radica esa paradoja, en querer explicar lo que no puede explicarse. De lo que no puede hablarse. Lo que contemplamos y no podemos dejar de asombrarnos, pero ante lo que el lenguaje es limitado, es restringido, es delimitado. Por eso la pintura se hace necesaria, el arte siempre ha llegado antes al planteamiento de los grandes temas. Algo que él no sabe explicar con palabras, pese a que tiene un verbo fácil y poético, y sus escritos le sirven para aclararse a él mismo, no para justificar su obra, porque él soluciona o recurre con lo que realmente domina: su oficio: la pintura. Algo de lo que se siente orgulloso y a lo que ha dedicado toda una vida y brillante trayectoria. Quizás a la contra de lo que diría el galardonado Jeremy Deller “Hoy en día los artistas no pintan, al igual que no vamos al trabajo a caballo [Artist don’t paint these days, just as we don’t go to work on a horse]”. Creemos que la pintura no ha muerto. Larga vida a la pintura, si ésta nos muestra lo que nadie ve, nos obliga a pensar en lo que nadie piensa y nos sirve de acicate en este convulso mundo que nos ha tocado vivir. Yo sí que le presupongo al artista oficio, en este caso sobrado, le ha dedicado el 72% de su trayectoria vital, pero también defiendo el discurso, aunque éste devenga de la obra. Es por ello que la labor de Muiño no es autista, comunica, conmueve, su discurso emana de la propia obra pues sus piezas nos sobrecogen, impresionan, estremecen, emocionan, incluso asustan.

Estamos, frente al lienzo, ante la inmensidad, el vacío, el espacio. Frente a etapas anteriores el autor resuelve en monocromo: hay una limpieza de color, una luz dorada, donde predominan grises, pardos –sobre todo- rojo inglés, blanco, ocre, amarillento. En esta “Serie Negra” (bautizada así por sus fondos) el artista ha pintado lo sustancial, ha habido un mayor proceso de limpieza, de depuración, en el que esa tendencia barroquizante, barroca llega casi al Mínimal. Trascendencia, meditación, zen, silencio, vacío. Frente a ello encontramos elementos interesantes: Un gesto que contrae, reduce, que no abarca el lienzo, que intenta controlar pero que late, evitando la gratuidad del propio gesto. Una geometría que lo atraviesa, como queriendo delimitar esa inabarcabilidad que nos está representando, que además remarca en unos colores flúor, valientes, vibrantes. Y por último un símbolo, un icono ya, inexplicable, pero que forma parte de ese paisaje, de ese espacio.

Muiño no cree en el redentarismo del arte, cree, como mucho que sirve para redimir al propio autor, pero ante esta obra nueva, elaborada, meditada, de largo trabajo, uno se siente minúsculo, ínfimo ante esa infinitud que plasma y como mínimo nos hace reflexionar, pensar nuestro lugar y situación. Algo necesario ante la convulsión de los tiempos.

Como sostiene Woody Allen: “Las cosas no se dicen, se hacen, porque al hacerlas se dicen solas” y ahí radica el valor de la obra de Muiño, frente a la tendencia del arte actual, él se rebela contra lo vacío de contenido, lo fácil, el desprecio hacia la pintura y busca una trascendencia, una meditación. Y parafraseando a Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, más conocida como Sor Juana Inés de la Cruz, barroca como Muiño, permítaseme decir que éste no pinta “para saber más, sino para ignorar menos”. Algo muy necesario en esta coyuntura de lo superfluo.

ARTEM PINGENDI O EL ARTE DE PINTAR

Como consecuencia de la pobreza de la vida moderna, nos encontramos con la extraña circunstancia de que el arte nos parece más interesante que la vida.

Robert Mortherwell
Statement, 1944, Partisan Review, XI, 1

En 2005, y tras doce años trabajando en series más luminosas y matéricas, entre ellas las Series de las Geografías, de las Obsesiones o de los Territorios..., el pintor Pedro Muiño empieza a vislumbrar el final de una etapa y el comienzo de otra, sin saber qué derroteros tomará ni el nombre que le adjudicará. Pero ya ve que se interesa por los tonos grises y negros en vez de los rojos, amarillos y naranjas de las series anteriores. Los cambios son lentos, y durante un tiempo las dos series conviven. En la presente exposición podemos observarlo en el lienzo De los desvelos de un taumaturgo IV (2006), con una iconografía de la etapa que se cierra, pero con un tratamiento formal de la que comienza: la agonía de lo que se va y la ilusión que genera lo nuevo.

Entonces el negro se hace presente con toda su solemnidad y exquisitez, un negro aterciopelado sobre el que flotan diferentes figuras geométricas, morfológicas o simplemente trazos de gesto contenido, sobre unos lienzos en la mayoría de los casos de pequeño formato. No tardó el autor en darse cuenta de que el mejor nombre para bautizar la nueva producción no podía ser otro que Pinturas Negras.

Pedro Muiño ya había incorporado con anterioridad el color negro a sus telas en la serie Del diario de un obseso (1993) o en El quebranto (1996). En su composición el cuadro está dividido cromáticamente en una pequeña zona superior de colores amarillo-ocre y una amplia zona inferior de color negro. La técnica utilizada es el óleo empastado con elementos esgrafiados e iconografías curvas que desaparecerían en series posteriores.

Al igual que a los admirados pintores del Renacimiento, en estas obras de fondo negro le preocupa la luz y la perspectiva. Pero así como en los frescos y tablas de Masaccio, Andrea de Giusto, Ghirlandaio o Carpaccio, no se puede determinar de dónde procede la luz que ilumina todo el territorio en que habitan los personajes, en Muiño la luz está concentrada en el motivo central de la composición, dejando el resto del espacio en una leve penumbra.

En las Pinturas Negras, Muiño resuelve la perspectiva con el juego de planos plegados, las finas líneas rectas ascendentes y los horizontes trazados en el fondo oscuro, pero se trata de una perspectiva no ortodoxa, al usarla de manera aleatoria para que funcionen los elementos de la obra. Son composiciones de superficies planas con una perspectiva falsa, donde las manchas-icono se encuentran suspendidas en el lienzo.

La serie Pinturas Negras, realizada entre 2006 y 2013, está dividida en ocho grupos con nombre propio y dentro de cada conjunto las obras están ordenadas por números romanos.

En 2006 agrupa sus obras bajo el título genérico de Del diario de un noctámbulo. En las numeradas como VIII, IX y XIX, apreciamos la aparición de un nuevo elemento fusiforme, a modo de músculo en forma de huso, icono que permanecerá en las series de los años siguientes. También la presencia de una especie de guía cromática hace su aparición en las numeradas como XV y X; en esta última, junto a formas de morfología que nos podrían recordar a seres en evolución, se encuentran bandas cromáticas perfectamente alineadas, como mensajes cifrados que nos descubren la clave de su genoma.

Entre 2007 y 2009 titula sus lienzos como Del diccionario de los silencios. En el V apreciamos unas formas que nos refieren a los personajes que pintara el también pintor gallego Eugenio Granell, y que nos recuerda que Muiño también mostró un interés por el surrealismo en años precedentes. Con el número XXV volverá, en 2009, al tema de la naturaleza muerta, ahora con reminiscencias del gran maestro Zurbarán, tan admirado por nuestro autor. En esta serie Del diccionario de los silencios, a pesar de ser mayoritariamente de formato 50 x 70 cm, va realizando lienzos un poco mayores, de 81 x 100 cm.

En 2009 comenzará la serie Del diccionario de los quebrantos, que prolongará hasta los primeros meses de 2010. En ella, la complejidad y los elementos aumentan, agrupándose en el centro del lienzo, las formas y el rigor geométrico se hacen más patentes. El tamaño del lienzo crece considerablemente, llegando a 97 x 130 cm, sin perder el equilibrio de la composición.

Entrado el año 2010 comienza la serie Del diccionario de la taumaturgia. En algunas obras apareció de nuevo un estallido de color en el fondos (nº XVIII); en otras, una forma geométrica tridimensional en colores grises domina la composición, con rasgos de cierto constructivismo ruso de los años veinte y treinta (nº XVI y XVII). La naturaleza muerta vuelve a aparecer en la nº XIII al dotarla de una profundidad por la presencia de los tres planos, a modo de los bodegones de Sánchez Cotán. También están presentes en algunos lienzos de esta serie unas manchas de colores naranja, verde o gris, pero en palabras de Muiño: “no se trata de una pintura gestual, aunque utilizo el gesto para realizar el icono”. Vacío y luz son los dos parámetros que más le preocupan al pintor en estas composiciones.

Si queremos buscar unos referentes claros en las obras de estos años de Muiño, tenemos que fijarnos en pintores como Giorgio De Chirico o Carlo Carrá, en la pintura metafísica que rompe con el dinamismo del futurismo para volver su mirada al quietismo clásico, siendo a la vez la antesala del surrealismo. El carácter onírico, las perspectivas imaginadas, la factura de la pintura con rasgos academicistas y el desplazamiento desde lo objetivo a lo subjetivo, son puntos comunes entre los metafísicos y en Muiño.

Cronológicamente la siguiente serie realizada, en 2011, es la Del Diccionario de un alquimista. La característica común a toda ella es el cambio de luz en sus fondos planos y limpios, la geometría más marcada que en series anteriores y la aparición de la gama de los verdes (II), y en algunos casos la presencia de un trompe l´oeil (XII).

La serie más reciente de su producción lleva el nombre De la Geografía de los desvelos (2012). En ella continúa con los fondos planos y grises, pero en los iconos existe una ampliación cromática dentro de la gama del naranja en el I y la aparición de los verdes y la mancha “gestual” en el V.

Una de las posibles divisiones a establecer en el arte actual es entre el “expresionismo gestual” frente a la “pintura estética”. A ésta se refirió el pintor y grabador Antonio Lorenzo como “el sitio que corresponde a la pintura abstracta que aún no está arrepentida de sí misma”. Y a ella pertenecen las Pinturas Negras que Muiño nos ofrece en esta exposición. El pintor se preocupa de que no se aprecie la pincelada en su fondo negro, de que las finas líneas sigan una dirección concreta para marcar los diferentes espacios, y de que la tensión de la formas esté en equilibrio. Fernando Zóbel dijo: “De tensiones vive el arte y de distracciones muere”.

Pedro Muiño posee el don de la ubicuidad, pues encerrado en su estudio pinta lienzos de una abstracción actual, pero sospecho que su mente en muchas ocasiones se desplaza a otro tiempo, otro lugar. Tal vez las villas toscanas del primer Renacimiento, quizás pintando los frescos de la capilla Brancacci a las órdenes del maestro Masaccio, pues su preocupación pictórica sigue siendo la misma que la de aquellos grandes hombres del Quattrocento: crear belleza para deleite de los que amamos la pintura.

PEDRO MUIÑO

Pedro Muiño llega de nuevo a su ciudad con una hermosa obra, a la que ha puesto el sugerente título “Del diccionario de los murmullos, bajo el que se esconden “obsesiones”, “seducciones”, “desasosiegos”, “amores”, “encuentros”, “confidencias”, “cronografías”, “geografías” y “alfabetos” secretos.

Con ello da testimonio de que el artista-poeta es un calígrafo de lo inasible, un inventor de lenguajes que va buscando por los hilos de la energía en el morse del espacio. Así, toda su obra es una constante pregunta, desde las visiones promeicas de aliento épico, de los años ochenta, donde indagaba por el destino humano y en las que estaba presente el mito de la caída adánica, hasta estas composiciones actuales, en las que, poética y musicalmente, nos orilla del gran misterio de un modo mucho más lírico, mucho más exquisito y adelgazado; es decir con “murmullos”.

Nos ofrece las hebras de una madeja de luz para que vayamos devanándola, como la de la mítica Ariadna, hasta el mítico corazón del laberinto; pero los bellos y laberínticos viajes que nos propone no suceden en Dedalos como los que Teseo visitó en Creta, sino a espacio abierto, entre todas las constelaciones del ardiente color, entre todas las luces y policromías de la tarde, entre todos los cielos diurnos o nocturnos, porque está traspasada de un sentir cósmico, astral. La suya es una obra llena de enigmáticas interrogaciones; pero afirmativa, luminosa, esperanzada; un libro de muchas páginas llenas de caligrafías aún indescifradas, de rastros que siguen insistentemente un eje, un centro o axis mundi en el que anclar. Con él nos abrimos a una memoria antigua codificada en planos y mapas que indican viajes obligados por rutas desconocidas, la recuperación de territorios a los que uno perteneció y que nos llaman de vuelta, entre los gozos, sombras y éxtasis de espectro de la luz.

Pedro Guiño siente esa escritura urgente, esa dolorosa alegría de constelar planisferios y catrastos de lo inefable, de lo que solo se deja aprehender, como las notas de la música, en un rítmico ir y venir de vibraciones cromáticas que emergen del fondo de monocromos planos superpuestos.

Son como relámpagos de la profundidad, lucernario leves que encienden sus huyentes flechas, ya ondulantes, ya rectas, en la cruz del espacio donde la horizontal y la vertical señalan las dos direcciones cruciales del ser.

Hay un continuo ascenso y descenso de hilos finísimos que se tienden como rastros de luciérnagas junto a figuras hieráticas, siluetas y diapasones que se estiras para captar la pitagórica música de la esfera; lo que queda perfectamente ejemplificado en el cuadro que titula “LOS SONES DEL MATEMÁTICO”, donde codifica bases triangulares rojas en forma de dientes de sierra, curvas ondas azules paralelas y rectas convergentes y divergentes sobre un espacio ocre por el que se fugan, vuelos, aires, giros, tensiones quebradizas de color dorado o carmín y silencios como labios negros.

Nos habla de noches intimas, de cielos interiores por los que se tienden hilos, filamentos, redes, cables escalas..., punteados de astros lejanos, para que la inmensidad en la que se pierden todas las criaturas tenga sus puntos de encuentro, recupere su unidad escondida. Se califica así de “VOYEUR”, de espectador al acecho, de robador de signos que va sutilmente siguiendo los rastros de una gramática de colores, de formas abiertas, de lineas, de puntos, de texturas, de figuras emblemáticas...; tratando de alumbrar lo inmaterial tras el velo de la materia. Remeda al niño que escribe en la arena su presuroso mensaje, al navegante solitario que dirije su velero hacia Orión o hacia Aldebarán o galaxias más lejanas o al pescador metafísico que lanza su caña a las órfidas profundidades de la noche.

Nos sentimos afines a esta b´squeda y lo queremos rubricar con nuestros propios versos del libro “O santuario intocable”: Descendendo-ascendendo toma forma/ ou deformase ou medra ou se dovana/ o fio deste rio no que imos/. E cando nos pensamos liberados/ o devalo do mar mais nos axuga a ese enigma que garda feramente”.

Por ese hilo del viaje infinito P.Muiño va siguiendo las trayectorias trazadas en el cielo, los caminos de la tierra, las huellas de las historias perdidas en incontables generaciones, el perfume de la flor, el vuelo del pájaro, la huida de la luz;o, lo que es lo mismo, los indicios de todo lo que ha sido y de todo lo que tiene posibilidad de ser. Y nos repetimos al decir que hace una poetica parábola de lo que está en tránsito dejando en su pasar una herida o una estela.

ALFABETOS DEL ESPIRITU

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Antes que ser representación de un objeto, de un evento real o imaginario, de una sensación, mi pintura es un hecho plástico, esto es, una sucesión de acontecimientos, el resultado de la actividad de la imaginación, de la voluntad y de mi capacidad creativa.

Pedro Muiño, 2000

PEDRO MUIÑO, nació en Irixoa (A Coruña), en 1954. Su familia se trasladó a Vigo. Allí permaneció desde el 54 al 58. Su padre, músico, decidiò partir entonces a Venezuela, un lugar de destino de muchos gallegos en aquel tiempo. La Familia se asentó en Trujillo, un pueblo del interior, en las faldas de la cordillera Andina, que le sedimentaría, como su infancia gallega, el poso de una naturaleza barroca, exultante y panteísta. En 1963 se produjo el regreso a Vigo, donde estudió el bachillerato en los Maristas, comenzando enseguida a participar en exposiciones colectivas. En 1971 la familia decidió trasladarse a Ferrol, donde en ese mismo año Muiño realizó su primera exposición individual, con tan solo diecisiete años. Posteriormente tomó la decisión de estudiar Náutica, en A Coruña, llegando a navegar durante dos años. En el periodo 1978-1979 vivió en Huelva.

Dentro de esa dinámica errática, se traslada nuevamente a A Coruña en 1980, donde permaneció hasta 1996. Allí comenzó a desarrollar ya de una manera plena su vocación. En la dinámica, inquieta y fructífera década de los ochenta participo activamente de los movimientos, exposiciones y actividades que florecieron con dinamismo y espontaneidad, al espíritu de la naciente democracia y de la apertura a nuevos horizontes estéticos y culturales. En el año 1.985 fundó junto a otros artistas coruñeses “Gruporzán”, que impulsó también una galería de notable dinamismo en A Coruña de aquella época. Participó en talleres de grabado, aunque manteniendo siempre la autonomía de su posición personal al margen de las tendencias del momento, pues siempre quiso ser independiente, aunque atento a lo que acontecía en el espíritu de su tiempo.

En los últimos años, tras esa larga estancia en A Coruña, la vida lo lleva a nuevos asentamientos geográficos, que, sin duda, influyeron en sus vivencias y consecuentemente, en la producción de una obra a la que se entregó con rigor y dedicación. Así, en 1996, se desplaza a Cataluña, donde permanece año y medio, para, posteriormente, en 1997, asentarse en Alicante, donde reside actualmente. No dejó, de todas formas, de seguir en estrecho contacto con Galicia en estos últimos años, como lo demuestra su currículo expositivo, los frecuentes desplazamientos o la recepción del premio JULIAN TRINCADO, QUE LE FUE OTORGADO EN 1997. En el aspecto expositivo mantiene un fuerte vinculo profesional con Madrid, a través de la Galería PILAR PARRA.

LOS CAMINOS DE LA FORMA

En cuanto a su evolución estética, Pedro Muiño hacía, a finales de los setenta, una obra cercana al hiperrealismo, con una clara referencia surrealista, que poco a poco fue derivando hacia una actitud más sólida y personal, que llenase su necesidad interior. Entre 1983 y 1988 realizó una pintura que el mismo definió de manera general, como clásica o claramente figurativa, con una marcada tendencia simbolista, aspecto este, que permanece en la obra posterior, pues siempre se sintió atraído por la dimensión simbólica que late tanto en la realidad real como en la ficción creadora. Pero hay un momento decisivo a lo largo de su trayectoria, y es cuando, en 1998, entra en crisis la actitud anterior, decidiendo un buen día, destruir toda la obra realizada a lo largo de los los tres años siguientes. Y será, por fin, hacia 1992-1993, cuando empiece a descubrir el camino que, hasta hoy, se decantó como decisivo para su expresión, pues con la lógica evolución, y las derivaciones y variaciones pertinentes, es la estética por la que transcurrirá su abundante producción posterior.

DE EROS Y DE LOS SUEÑOS. SÍMBOLOS Y MITOS

Tras los primeros tanteos y formas, y después de los iniciales fogueos de las primeras exposiciones, en los que no dejaron de aflorar algunas actitudes que pronto se formularían bajo formas artísticas extraordinariamente diversas, Pedro Muiño empezó a sedimentar una cosmovisión personal cuando, entre 1983 y 1998, sacó de la paleta una figuración clasicista de connotaciones culturalistas, aliento mitológico y planteamiento colosalista, en la que surgía una cierta épica de la monumentalidad. La alegoría le daba la mano al símbolo, pues en la obra de este período, como señaló Anxeles Penas, la mitología servia como “representación simbólica de realidades psíquicas”. Es indudable que un cierto manierismo culto y citacional, lo llevaba a realizar, como señaló Bernardo Castelo citando a Sobregrau, un “deseo de fuga hacia un sublimado pasado del que se había enamorado”, con una mirada estética no alejada de los rafaelistas y simbolistas, aunque “manteniéndose totalmente al margen de las pretensiones redentoristas del movimiento”.

Muiño procedía a una puesta en escena de espectacularidad teatral, con una épica no exenta de lirismo, de resonancia miguelangelescas y wagnerianas, sin dejar de realizar miradas de soslayo al osado visionarismo dantesco o bíblico de William Blake, a los remolinos turbulentos, románticos y espacialistas de Turner, además de la inmersión ora heroico ora sensual de los simbolistas y rafaelistas.

La materia a veces densa y empastada, los poderosos escorzos, las intensas luminosidades, escenificaban un mundo erótico, escatológico y mitológico en los horizontes espaciales, telúricos y oceánicos de un mítico Finis Terrae de transcendida ubicación galaica. Es este mundo el que fascinó a un entusiasta Antonio Costa Gómez, llevándolo a hablar de “cuadros de resonancia shakesperianas”, en los que “espléndidos cuerpos adánicos”, contorsionados en medio de vértigos y vorágines de fuego, “subyugan con clamores primigenios, pasionales, trágicos y telúricos”... Porque estamos frente a desnudos que se ofrecen “como obleas humanas legendarias en sacrificios de anhelo, como para festejar su propio esplendor sin límites en medio de las noches convulsionadas”... frente a “seres de profecía o inmolación de dioses, envueltos en círculos que los resaltan, que los culminan, como el lo trágico de su propia grandeza”, a manera de “prometeos inflamados”.

El crítico Carlos Valcárcel, con motivo de una exposición de Pedro Muiño en Murcia, en mayo de 1988, señalaba que “cabría admitir alguna referencia a Walter Crane, en sus alusiones atlánticas; a Michael Vrubel, en las ondulaciones y círculos de las aguas, pero en especial a Jean Delville, en esos efectos luminosos, que dan a la obra toda la fuerza y calidad, sin olvidar el buen uso de la materia, el equilibrado manejo de las masas, en fin, el toque “preciso y precioso”.

Recorría Europa, en aquel momento, una cierta revisión del pasado. Venecias y Ofelias, evocaciones greco-latinas, ensoñaciones y rescates decadentistas, estetizantes y finiseculares a los que el poeta Luis Antonio de Villena, entre otros, no era ajeno, o revisitaciones ora míticas ora irónicas de la tradición en la línea de Pérez Villalta... Esa línea de trabajo es la que constató, en cierta manera, Jaime Tenreiro, al hablar de la actitud de Pedro Muiño:

“Esta diferencia entre lo ideal y lo real, esta preferencia por lo sugerido, que se mantuvo intacta a lo largo del tiempo, se nos muestra hoy en la pintura de Pedro Muiño bajo un disfraz convencional en cuanto a sus ropajes arcadianos, clasicizantes, como en un intento de evocar la pureza y la añoranza de una edad de oro pagana, con la que propone su propia representación de la realidad frente a la realidad del Anfklärung contemporáneo. Sin embargo los personajes que aparecen en sus cuadros, como en los de Puvis de Chavannes, son el soporte de inquietudes y melancolías absolutamente actuales”.

Este mundo de desnudas y exuberantes Ofelias, de energías delacroixianas y de miltonianos Titanes, que constituía una cierta revisitación en clave nórdico-atlántica de las tradiciones señaladas y en la que la alegoría de la génesis y de la cosmogonía de la creación acompañaba a la simbólica del Apocalipsis y de la caída, se enriquecía con el poderoso telurismo de una materialidad elemental en los que aparecían los variados simbolismos de la tierra, del agua, del fuego y del aire, constituyendo una pintura narrativa y literaria que el artista no tardaría en abandonar cuando vivencias menos extrovertidas y más íntimas lo reclamasen.

INTIMIDAD Y ALBEDRÍO. LOS MISTERIOSOS ALFABETOS DE UNA JOVIALIDAD DEL ESPIRITU

La ruptura consigo mismo que realizó Pedro Muiño a finales de los ochenta supuso lo que toda crisis implica, como señaló acertadamente el poeta Xulio Varcárcel analizando su evolución: la ruptura de una forma de mirar, más la consecuente génesis de una nueva vida fecundante. Así, Muiño abandona la figuración, la narración, la mirada cultural sobre la tradición renacentista, simbolista, prerafaelista y romántica, y pasa de una dicción más épica y retórica, a una actitud más lírica y contenida, marcadamente intimista. Surgirán ahora, una suerte de poemas plásticos, a la manera de una red visual de signos que palpitan: proliferación de presencias en el espacio, pegadas y bosquejos sutiles, proyecciones espirituales y sensibles, jazzisticamente emergidas de una intimidad espontánea de relativo automatismo.

Posteriormente a esta nueva forma de hacer, que lo ocupará hasta la actualidad, y en la que tiene abiertos aún muchos caminos sin explorar, el propio artista reflexionó con una extraordinaria capacidad de autoanálisis sobre su proceso de trabajo.

Comienzo manchando la tela de una manera relativamente incontrolada, a veces, forzadamente caótica; voy así sedimentando una capa sobre la que actúo, sobre la que trabajo, cubriendo la superficie con sucesivas capas de pintura, raspándola, jugando con texturas diferentes; van surgiendo así hechos (veladuras, manchas, formas...) que originan el proceso de creación de la obra; de esta manera aflora un espacio genesíaco. Ese caos se va ordenando; los iconos, símbolos y graffitis se van consolidando, y con líneas de lápiz a modo de esgrafiado sobre la pintura, busco una estructura adecuada, añado o elimino cuanto considero necesario, haciendo desaparecer a menudo obras enteras, en un proceso similar al escultórico, al eliminar materia (tapar pintura) para que aparezca algo, pues cada obra surge de otra u otras que existen debajo; en muy raras ocasiones hago una obra a “la prima”. Así, surgen en la tela leves indicios, insinuaciones con las que construyo imágenes, un lenguaje que se va consolidando en el propio proceso de elaboración de la obra. Es la propia pintura la que genera el lenguaje, el resultado mental de la obra, que parte de premisas plásticas groseramente materiales. No hay claroscuros, ni perspectivas, ni apenas modelados; usando de manchas sobre superficies planas se consigue una profundidad que adquiere una dimensión sin límite. Esas manchas son en realidad formas que procuro elaborar muy cuidadosamente, su dibujo, su peso, su color...

La larga cita vale la pena. Pedro Muiño ha publicado en diversas ocasiones algunos textos, - prosas magníficamente escritas, claras, nítidas, de deliciosa espontaneidad- en las que además de esbozar interesantes conceptos plásticos y estéticos, realizó a la vez posibles páginas de un diario íntimo como lúcidas poéticas personales. Por otra parte, la transparencia, la comunicabilidad, la sensorialidad directa y la espontánea frescura que comunican sus cuadros, están también allí, para evidenciar como Muiño es un creador que, aún conociendo las altas dosis de misterio que presenta la creación artística, huye de toda trascendencia oracular e impostora. El arte es misteriosa, pero tiene la frescura naciente del manantial, la espontánea felicidad de las sensaciones el resbalar de un rayo de luz, de una masa de color o de un dibujo apenas insinuado en una superficie de ensoñación retiniana.

Pedro Muiño crea así, una iconografía de la frescura, con un variado repertorio de divagaciones y ensoñaciones, que emergen libre y fluidamente, como caligrafías sígnicas y psíquicas, sutilmente expresivas que, a través de un ligero hermetismo íntimo, codifican las vivencias y los estratos de experiencia personal en signos, manchas de color, gestos, líneas, formas, luces...

Karl Ruhrberg decía, de Kandinsky, que “pintó cuadros del mundo interior, imágenes mentales que veía con una inusual viveza y claridad: el don eidético”. Es evidente que la influencia de la física moderna se dejó notar en las artes contemporáneas de manera decisiva: pintura, música, poesía, novela, teatro... Mientras escribo esto, estoy escuchando unas piezas finales de piano de Schiriabin, en las que ya parece intuirse la necesidad de esa radical ruptura contemporánea. ¿No nacerán, muchos de los registros de Pedro Muiño, salvando, lógicamente las distancias, y la evidencia de trabajar en un lenguaje sonoro o uno visual, de pulsiones semejantes? ¿De dónde emergen esos pentagramas de imágenes fecundas de una intuición pura y entrañable, con una cordialidad innata? ¿Esos arpegios que parecen recién nacidos del acecho, de la observación en las secretas galerías y espejos del alma? ¿De dónde esos grafismos enigmáticos, esas pictografías estilizadas, esas texturas y colores misteriosos y sutiles, que llenan con su espontaneidad instintivamente plástica unos espacios generalmente vibrantes, luminosos y cálidos?

Esas constelaciones de signos, en la construcción de los cuales el azar y la espontaneidad de un intenso ludismo creativo tienen una presencia relevante, van fijando en el plano una cosmogonía de presencias primordiales, la génesis de un dinamismo constructivo que da formato a lo amorfo, articulando el caos. Los sucesivos estratos que van haciendo nacer cada una de las obras, el horror vacui neutralizado con eses repertorios que actúan a manera de diarios íntimos, de escritos del dibujo y de la cromía, van levantando un mundo imaginario no exento de unas atmósferas de sensualidad, de sorpresa y de misterio, síntesis de la articulación de un contenido tan espiritual como mental, tan conceptual como físico.

No es extraño que se hablase, al analizar su obra, tanto de los jeroglíficos egipcios como de las constelaciones mironianas, de las líricas y mentales divagaciones de Kandinsky como de ciertas misteriosas y mágicas sutilezas de Klee, de las levitaciones y vibraciones delicadamente coloristas y espaciales de Calder o de los juegos íntimos de Ferrant, de las presencias biomórficas y oníricas de Tanguy o de algunos otros creadores que, desde el surrealismo o de otros ámbitos no lejanos, muchas veces a la manera de Boscos actuales, contactan con el vuelo de lo onírico, la ensoñación divagatoria e imaginaria. Es decir, que la tradición que en general parece atraer, por sensibilidad a Pedro Muiño, es la de los líricos y sígnicos abstractos y la de un surrealismo no desgarrado, menos brutalmente automatista o vomitivo que el conectado con los delirantes “monstruos de la razón”, sea en la línea de determinados surrealistas clásicos, de la vieja guardia, sea en la de algunos nuevos abordajes como las del grupo Dau al Set, las de un Jorge Castillo, o incluso a través del repetir de las pautas creativas del surrealismo clásico en artistas de la escena actual. Sin olvidar, en un pintor culto como Muiño, la fascinación por los primitivos, los repertorios rupestres, el alma algebraica de los egipcios... es decir, un mundo que, como señaló Dionisio Vázquez Méndez, incorpora “ricas caligrafías que lo mismo evocan extraños magicismos de la memoria ancestral como signos gráficos mironianos contemporáneos”.

Es evidente que Pedro Muiño se inserta conscientemente en ese amplio abanico de tradiciones. Sus piezas son como caligrafías visuales o geografías de la intuición subconsciente que, a manera de poemas retinianos o partituras de una mirada cálida y cordial, laten en sintonía con la entraña de un orfismo amable de la psique y de la realidad. Lo curioso es que ya él, antes de partir para el Mediterráneo, fue capaz de perfilar y construir este mundo al que, probablemente, el Mediterráneo, con su vitalismo y luminosidad, no hizo más que reforzar, en la línea de un dinamismo en positivo, de una cierta afirmación o “joie de vivre” matissiana, aún que Muiño no sea un pintor figurativo, y se exprese huyendo del referente inmediato, concibiendo el cuadro como una partitura autónoma, como la euritmia polivalente y abierta de unas presencias y de unas fugas dibujísticas y cromáticas. Por eso para penetrar a fondo en su pintura, no es desdeñable la posesión, por parte del espectador, de la generosa inocencia del niño y de la capacidad navegadora de un buen mareante de la visualidad libertaria y seducible, en la línea de la fruición retiniana más pura e incontaminada.

COMO LA ESENCIA DE UNA CONVERSA

Hay un poema, dedicado por Pedro Muiño a Eugenio F. Granell, en el que habla de la “esencia de una conversa”. Quizás esa es en buena parte la naturaleza de esta pintura: El arte como un juego transcendente, como una lírica y compleja conversación entre la psique del individuo y la materialidad de los pigmentos y del cuadro, que pone en práctica los resortes estéticos y expresivos que rescatan vivencias, momentos, sensaciones, impulsos, imágenes, inquietudes, deseos... dentro del reino de lo intangible, lo no evidente ni preconcebido. Una autobiografía espiritual que recrea, según Enmanuel Guigon, y a manera de proyecciones espirituales, “Los ritmos de la vida psíquica y orgánica”. Sin narración. Porque el hecho de que en ocasiones puedan surgir elementos que parecen formas antropomórficas o biomórficas, o posibles universos simbólicos, o hipotéticos alfabetos de un grafismo azaroso y sugerente, o estructuras lineales o geométricas, es evidente que la conversación acontece en otro plano de discurso. En la apertura polivalente de una empatía libre y una expresividad abierta que abarca tanto la esfera de lo microscópico como el universo de un macrocosmos primordial.

PRESENCIAS Y AUSENCIAS DE UN DIARIO PLASTICO

A Pedro Muiño le gusta la obra bien hecha, de cuidada elaboración, derivada de los sucesivos empastes de la materia, el esmerado dibujo, la sensualidad y el mimo cromático, la riqueza de matices, dentro de una búsqueda de estructuras adecuadas a la fenomenología del espíritu y al libre albedrío de su creatividad, aunque abunden los repertorios constructivos que, para acotar la realidad, tienen como referente el circulo, la centrada ventana o un binario horizonte.

Técnicamente es un enamorado del dibujo, sea trémula y delicadamente delineado o incisivamente esgrafiado, y sabe conseguir la latente inmaterialidad de la materia, con el empleo de una luz vibrante y el amplio repertorio de colores que van desde el blanco a la sinfonía de los ocres y los amarillos, o de los rojos y anaranjados, sin olvidar las intensas y misteriosas profundidades de los ultramares. Le atrae el óleo, pero también el acrílico, usa el grafito y el gouache, la tela y el papel... en la búsqueda de unas estructuras que, en los últimos años, se hicieron más arquitectónicas, nítidas y despojadas. De esa forma surgen unas obras a camino entre la abstracción y la figuración, que muestran su inmersión en unas atmósferas que tanto evocan las sugestiones celestes como los rescates oníricos, las táctiles visiones de la materia como las delectaciones en un aura transcendente, ensoñada o submarina. En definitiva: apariciones y desapariciones, presencias y ausencias de quien sabe operar tanto con las obsesiones espontáneas del poeta como con los desvelos constructivos del arquitecto o de las insomnes alquimias del matemático, pero manteniéndose siempre dentro de una concepción esencial y decididamente plástica.

PASOS DE PEDRO MUIÑO

El tiempo viene quizás de las reflexiones sobre el mínimo, sobre el “no sé qué” y el “casi nada”. También el pintor puede imaginar minúsculas cosmogonías. Son en las pinturas de Pedro Muiño, anchos territorios con linderos inciertos. Realmente, allí no hay derecha ni izquierda, ni delante ni atrás. No hay centro. No hay medio posible. Nunca son superficies estables, estructuradas, con fronteras bien definidas. Nadie sabía aquí dónde está la tierra con respecto a los cielos. Tales serían a primera vista, algunos de sus cuadros. Sugieren especies de limbo de donde el hombre está casi siempre ausente, pero no siempre: un fuera de lugar o un fuera de tiempo donde no figura nada preciso. Por lo menos nada que pudiéramos identificar con certeza. La sorpresa nace sobre todo de los colores y de su vibración. Ponen de relieve una meditación sobre lo visible como cogido en una red de rojos, azules, sobre todo de amarillos y anaranjados. Quizás, frente a estas pinturas, ustedes se acordarán de los aforismos de Malcolm de Chazal en cuanto a la magia de los colores. Por ejemplo, “el color es el calzador del ojo, entre las formas de las cosas”. Las corrientes o regueros de colores hacen estallar las articulaciones de las cosas, y sus brillos todos mezclados dejan detrás de ellos bocetos, repertorio de no se sabe qué. A veces la mirada se extendería, abriéndose a la totalidad de la pintura, luego otras veces se concentraría en un grupo de signos, sobre un signo único.

En efecto, las mismas formas se repiten de una pintura a otra, reflejándose unas en otras. Son elementos difícilmente identificables que proliferan, pero que también se mezclan a veces con objetos reconocibles. Invaden el espacio. Se aprietan unos con otros, sin por ello abolir el vacío. Hacen mucho, podríamos decir. Juegan con sus parecidos y con sus diferencias. Con tal paso, las lentas repeticiones, los retornos regulares de las mismas formas se oponen sin duda a la fiebre de nuestro mundo, al perpetuo deseo de la novedad, a la incapacidad de disfrutar de la pura presencia del presente. Allí, entre las formas fantasmales donde se distingue mal si son minerales u orgánicas, se insertan curiosas redes de líneas que sospechamos que emitan o capten improbables señales. Surgen otras figuraciones las cuales no sabemos si son móviles o inertes, si solo son huellas o están dotadas de consistencia. Buscándoles equivalencias aproximativas, seria tentador reconocer en ello el recuerdo de un mundo real. Y sin embargo los objetos que pinta no existen, son puras proyecciones del espíritu. Lo que cuenta es que se inscriben en una escena que es la de lo imaginario, lo más puro, lo más destacado de toda voluntad simbólica o formal. En otra pinturas ocurre que la línea del horizonte está puesta entre paréntesis por el pintor, que a veces nos deja la posibilidad de descubrirla, y otras veces, la sitúa a una altura en la que se vuelve casi invisible. Tales obras, marcadas por la desaparición de cualquier presencia, por el oscurecimiento, están literalmente invadidas por una acumulación que provocó el vacío. En este juego de indistintas figuras, las referencias espaciales de la existencia ordinaria ya no tienen lugar,, en ello cada uno podrá reconocer a su grado lo que le tranquiliza y lo que le preocupa, cada uno podrá encontrar quizás, entre otras cosas, gérmenes de aventura, semillas de narraciones.

Nunca en su pintura- o cuando habla de su pintura- opone el orden al caos, el deseo de la claridad al gusto de la equivocación, el juego de lo identificable al mal determinado.. Seria la imagen al origen de las imágenes, de su surgimiento.

Siempre recurren a la naturaleza en su poder de catástrofe. Movimiento regresivo que refleja las antiguas cosmogonías : la tierra, el fuego, el agua, el aire mezclados en la “Región de abajo” cuya inmensidad oscura se parece al mar. No “Poros”, un espacio señalizado, domesticado, que responde a los caminos ya trazados, en el pensamiento arcaico griego, sino “Pontos” -la alta mar-, lo desconocido del mar adentro, el espacio marino donde perdimos de vista las cosas, donde solo aparecen el cielo y el agua que, en las noches sin astros o en las brumas de las tempestades, se confunden en una misma masa oscura, indistinta, sin punto de referencia donde orientarse... En esta existencia caótica donde cada cruzada coge forma de paso a través de una región desconocida y siempre irreconocible, reino sin fin de la pura inestabilidad. (Marcel Detienne et Jean Pierre Vernant, Les ruses de L`intelligence. La Métis des grecs). Muchas obras de Pedro Muiño expresan también ese deseo que lo lleva hacia rodeos, artificios y errores, que conducen la mirada hacia una especie de persecución alegre. En este sentido, reencuentra esta “aventura cada vez renovada” de la cual hablaron Marcel Detienne y Jean Vernant en cuanto a la inteligencia astuta de los antiguos griegos.

Al pintor le viene un cuerpo pintando, como a un niño que arriesga por primera vez unas líneas de color sobre unas hojas de papel, un cuerpo quimera o un cuerpo bastón en unos cuadros como “Viviente, Del Diario del poeta, , El Filósofo,” pero suficiente para su idea de cuerpo de hombre. Otra manera de burlarse de las actitudes habituales consiste , para el pintor, antes de empezar un cuadro, en no decir nada. Desea y provoca el accidente que desorienta nuestra visión habitual de las cosas, que la descontrola. Se adapta a la escuela del accidente y se esfuerza en construir de una mancha su paisaje, por ejemplo en “Cronografía de un encuentro” y “De las cicatrices de la memoria”. Lo escribía Pedro Muiño en el texto de un catálogo de una de sus exposiciones en la Galería Pilar Parra, Geografía del desasosiego: “La tela debe ser un espacio de libertad ante el que el pintor se sitúa casi siempre sin saber lo que busca; el encuentro de - ese algo- difícilmente definible, es lo que concreta el interés de una obra y siempre tiene que ver con el espíritu, con el espíritu como manifestación de lo no material y con esa otra presencia que lo envuelve todo, el espíritu de las cosas; ese algo está en relación con lo no tangible, lo no evidente, la belleza o la fealdad, el desasosiego o la calma, los interrogantes, los deseos, las dudas, el tiempo, etc.”.

Sin saber lo que busca. La pintura se identifica en primer lugar como “no preconcebida”, porque el pintor no sigue un plan predeterminado sino que improvisa su obra. Eliminando la etapa preeliminaria de concepción, esta organización pictórica del trabajo da la presesión al acto físico de pintar. Queda por conocer como desaprender la intención que gobierna el gesto, para realizar, sin idea anterior lo que Christian Dotremont denomina “los sueños enérgicos del instinto, del instante”. Pintar sería entonces actuar, manejar con el pensamiento, con el cuerpo. Esta coincidencia del pensamiento y del cuerpo es eminentemente central en el gesto de pintar. Encontrar de nuevo el foco expresivo del gesto, es encontrar un lenguaje más auténtico, inmediatamente más comunicable, devolver al signo su autonomía expresiva. La pintura, recurriendo a la espontaneidad, al azar, está realmente del lado del “placer de pintar”. Aspira idealmente a un tipo de retorno a un estado de inocencia o ingenuidad, es decir de ignorancia. Así juega la noción de un lenguaje autónomo que no busca unir el peso de un recuerdo, sino que al contrario inventa su objeto a medida que lo elabora. La imagen se transforma a los ojos en una superposición de capas de una visibilidad de superficie, pero frágil como la piel de las paredes friables por lo tanto sólo queda una materia sin nombre. Es esta “génesis” que se encuentra en todas partes y siempre en el arte. Según Paul Klee, es una dinámica cósmica que seria eterna. El artista, acercándose al punto “de origen” de la creación, podría “presuponer” las “formulas” propias a todo lo que está en todos los reinos de la naturaleza. Klee pide para el artista una libertad análoga a la de la “naturaleza naturante”. La génesis cósmica no está acabada. Las formas visibles no están todas obtenidas. El trabajo mismo del artista, seria dar a concebir el devenir-forma del cosmos; combinar para este fin los datos de lo visible de manera diferente, alejar así los “límites de esta obra de creación del mundo, reconociendo a la génesis una duración seguida”. Es una lógica de la visión que está en causa en la imagen de la pintura: medios plásticos y reglas de construcción dan origen a unos organismos. El hecho de que los ritmos del gesto sean ritmos de la naturaleza ambiente con los cuales el artista se identifica y no unos ritmos de vida psíquica y orgánica parece confirmado por el título dado a sus cuadros. Las referencias a la naturaleza en ellos son numerosas. Que se entienda bien, no se trata de hacer referencia a la naturaleza como modelo superable, fuente de emociones, sino de actuar como ella. El historiador de arte Robert Klein lo escribía en un articulo titulado Peinture moderne et phenomélogie: Si encuentras una huella de la “naturaleza” entre las formas del arte, está inacabada y ambigua, en plena metamorfosis: es un todo, excepto referencia del modelo”. Ya que en esta adhesión a lo real, no se trata de mimar el exterior de las cosas, los detalles visibles, sino de sufrir la atracción; obedecer al magnetismo de su totalidad.

En los títulos que da a sus propias obras, denomina numerosas figuras que lo obsesionan. El título es un poco el comienzo de un relato, en el que nada sin embargo nos es realmente contado. A veces, en varias series, se interesa en lo que podríamos llamar el imaginario geográfico: Geografía de un encuentro, Geografía de los silencios, Geografía de la pregunta, Geografía del desasosiego, Geografía de la seducción. Sería el juego de las derivas geográficas. En ellas ustedes verán (por ejemplo) círculos y semicírculos que se corresponden: tierra, luna, sol. Esto está representado como una vía láctea. También verán extraños mapas celestes. Seguiría siendo del gusto de los vagabundeos. El vértigo nace a menudo de lo minúsculo sacado de un lugar gigantesco. Es la teoría del círculo grande. Y siempre, el pequeño y el grande se inscriben el uno en el otro. Y el pequeño es tan inquietante como el grande. Jamás se abolen. Al pintor le gusta al mismo tiempo lo mesurable y la desmesura, lo que al mismo tiempo acerca y aleja. En numerosos cuadros suyos, una escalera une estos dos mundos. Uno de sus títulos hace homenaje a l de una de las constelaciones de Joan Miró: L`echelle de l`evasión. A la medida cuantitativa, que solo tiene interés para controlar mejor o vigilar mejor, extraer un rendimiento máximo, opone una medida más sencilla, favorable a todas las mutaciones. Se trata, en el origen de todas estas invenciones, de perturbar un poco el orden del mundo y preservar el camino seguido por la palabra poética: ver “de manera muy franca” en cada cosa lo que nadie aún no ha visto, lo que nadie nunca ha pensado. Todo por inhabitual parece haber obtenido más naturalidad, un natural que ya no se podrá desposeer. Realmente vemos e imaginamos. Lo visible es recrear sin cesar: la mirada siempre está viajando en él. Se pierde en la imagen, no acaba trazando caminos en ella.

Otros títulos hacen referencia al lenguaje. Insisten en sus silencios: El que comparte silencios, De las inquietudes y el silencio, La música muda de ciertos hechos. Las palabras están atraídas por las imágenes. Estas marcan el lugar de las palabras que deben, con toda necesidad, venir a habitarlas para cubrir las incertidumbres o los vacíos. Estas imágenes están en sufrimiento de lenguaje. ¿Pintar, no sería callar el nombre?. La pintura nos obliga a la palabra del no-saber. Esta experiencia del silencio sería el ruido de los otros en el aire: este vacío que amenaza con engullir la imagen. Este mundo de las pinturas de Pedro Muiño no es sin embargo totalmente silencioso. En él escuchamos La voz y El diálogo con los vivos, interrogamos, El que se pregunta y leemos las páginas Del diario de un melómano. Pero es un murmullo, es un cuchicheo, a veces solo un soplo. La voz a veces es apenas audible. Lo que escribe por ejemplo en China a principios del siglo III Zhongchang Tong que se ha llamado “El Rabioso”, en La bureaucratie celeste : “El soplo original es mi barco / El viento ligero mi timón / vuelo entre la pureza suprema / dejo mis pensamientos disolverse”. Aquí las preguntas se quedan sin respuesta.

En su texto que ya hemos citado, Geografía del desasosiego, él segía: “La pintura no es lógica, la lógica no navega bien en las aguas de la creación, si hablamos de lógica en pintura, lo hacemos siempre a posteriori, cuando la obra está ya terminada, incluso cuando ya ha pasado un cierto tiempo desde que esto ocurre, no lo hacemos nunca como premisa para llegar a ...

Luego la lógica no tiene valor como método de trabajo, es posible que si la pintura fuese lógica, sería previsible y por lo tanto, perdería interés”.

El arte nunca expresa nada, nunca comunica nada a nadie que haya sido preconcebido. Más bien, si expresa y comunica, nunca la expresión y la comunicación son su fin propio. Al contrario su propio fin sería arruinar todas las veleidades del sentido, cerca de lo imprevisible o de lo imprevisto. ¿Qué es entonces la expresión en pintura y qué es lo que se expresa?. Lo que las imágenes del arte nos dicen son siempre unas aproximaciones: tienen por “sentido” no sólo lo discursivo y el concepto, sino también el afecto y lo sufrido. Reflejan siempre de lo real, que especialmente dicen otras cosas cuando lo enseñan bajo los aspectos de su apariencia. La imagen que el arte refleja de lo real es siempre una imagen distinta, una imagen ambigua. Por eso lo real aparece desdoblado: a la vez como presente pero también como otro que le da sus apariencias.

“El mundo visible está hecho para ilustrar la belleza del sueño”, escribe Gaston Bachelard en L`Art et les songes. Aquí encontramos una concepción de lo real que conviene muy bien. Invirtiendo las relaciones habituales del tiempo diurno y del tiempo nocturno, hace del sueño la llave de toda aprehensión, de toda comprensión del mundo real. Sueño y arte. Entre los dos, el arte organiza el espacio de una meditación, de un sueño, del enlace o de lazos que unen pensamientos y sensaciones, le gusta someterse a estos movimientos contrarios. Este registro de lo imaginario no quita nunca su pintura. Si el arte es el lugar de acogimiento de lo imaginario, es que representa esta forma de pensar que enseña lo que todo lo real tiene para nosotros de enigmático, lo que provoca al mismo tiempo los sentimientos de lo maravilloso y de lo inquietante.

PEDRO MUIÑO

Hay pintores que se vuelven maestros de sí mismos. Es algo escaso pero no extraño. Lo extraño, para mí, es que en ese automagisterio estén muy presentes, pero sin estorbar resultados del magisterio ejercido por grandes artistas cuyas huellas, mundos y lecciones sigan actuando cuando se ha encontrado ya, y de forma brillante, la voz propia. Pedro Muiño es, según mi apreciación, un caso de pintor maestro de sí mismo y anfitrión perfecto de sus admiraciones, coincidencias y absorciones. El resultado son unas obras situadas entre dos magisterios de otro orden: el de la vigilia y la observación racional de la realidad, y el del ensueño de la imaginación y su capacidad para plantear más caminos en la interpretación de esa realidad. Mirar y ver es interpretar más que identificar, y a esa afirmación responden a mi entender, los cuadros del pintor coruñés Pedro Muiño.

En su exposición anterior en Madrid, se exhibía un cuadro impresionante titulado “Viviente II”; un cuadro con una cualidad peligrosa, del tipo que puede provocar el “vértigo de los abismos”. Muiño sabe y siente sin duda, que esas cumbres de calidad le son posibles y, alerta, las esperas sin obligarse, ya que si se obligara, seguramente, toda posibilidad se esfumaría. Espera con obras muy buenas, como “Los Poetas”, “Geografía de la seducción”, “La Voz”, presentes en su exposición actual. En los cuadros de este pintor todo son apariciones, apariciones que se diluyen o que se condensan, signos, manchas, líneas y configuraciones que, aisladamente fascinan y que, en conjunto, rematan la faena del hechizo. Y esto, el encantamiento, el hechizo, la seducción, es algo que yo sigo pidiéndole al arte, uno de sus poderes que más anhelo.

Muiño usa predominantemente colores y materias que se hacen uno con el sortilegio (amarillos, azules, rojos, negros, naranjas, óleo, carborundum, pintura asfáltica) y todo capa sobre capa haciendo que trabaje la memoria, el azar, la decisión, trazando fantásticos itinerarios de líneas esgrafiadas en su mayoría, resulta cada vez más enigmático, más secreto, más atractivo. Yo le veo a Muiño un solo riesgo, un solo peligro: el de la infantilización en alguno de sus cuadros; el de que su encanto se vuelva candoroso, el de que su limpidez se torne inofensiva. Dos ejemplos idóneos para calibrar lo que digo: “Los desvelos del alquimista” ya está en ese peligro; “Tiempo para escuchar” situado al lado del anterior, no lo está en absoluto.

LA SEDUCCION EN PEDRO MUIÑO

“El Desasosiego”, “Tiempo de Secretos” y “La Seducción”, son títulos de tres de las obras de esta excelente exposión (la primera en Madrid) del coruñés Pedro Muiño, y son ahora, a efectos de este comentario, el índice que va a vertebrar mis reflexiones sobre los óleos de esta muestra.

El desasosiego, la inquietud, la desazón, vienen de la integración de estas obras en la corriente abstracta del surrealismo. Así, hacen evidente su confianza en la imaginación como método de conocimiento; su intento de extender los límites del mundo sensitivo hasta que, como dijo André Breton, la realidad anímica pueda llegar a ocupar el lugar de lo que nos rodea.

Muiño, sin grandilocuencia alguna logra que lo casual colabore con la lógica y la certidumbre para generar una nueva valoración de lo que vemos, de lo que imaginamos, de lo que sentimos. En su obra, como en todo el arte último, el azar ocupa un lugar. Esto es así en todas las obras, pero hay una, “Viviente II” especialmente afortunada y elocuente con un “personaje” central que se origina en una línea esgrafiada, recorre los dos tercios que Muiño suele dedicar a la parte superior de sus cuadros, pasa por el importantísimo protagonismo de la parte inferior, y, al fin, tan guiado por el instinto como por una decisión compositiva consciente, genera una presencia que no sabemos si está a punto de diluirse, de esfumarse, de desaparecer. Esta obra (en la que hay mucho más que detallar además de lo que hemos comentado) es casi magistral.

Estrechamente relacionada con el desasosiego aparece, con impecable lógica expresiva, la inquietante noción de tiempo de secretos: así lo reconocen y contra ello pelean estas obras, porque no hay una sola que no vaya al encuentro de ese asunto crucial dentro del arte que es el del desvelamiento: el de tratar de ser la vía material de un despertar, de un descubrir, de un retirar un poco la cortina que cubre la siempre desconocida realidad. Un intento, un proceso, una cita que Pedro Muiño lleva a cabo sin paranoias con un suave equilibrio entre su mano, su imaginación, su lenguaje, su tratamiento del óleo y de las materias con que esmeradamente lo enriquece.

Y así llegamos a la seducción, al encanto, al atractivo que este pintor sabe ejercer sobre quien se expone a su influjo.

PEDRO MUIÑO: PINTOR

Quienes visiten la exposición de Pedro Muiño en la compostelana galería Trinta, podrán observar un fenómeno peculiar, un “valor añadido”: la recuperación del silencio.

De ese característico silencio reverencial que sobrevive todavía y ya casi exclusivamente en algunos museos.

Silencio que es producto de un código complejo. Vehículo de la liturgia a través de la que se relacionan el coleccionista y la obra y que surge espontáneamente como efecto de la respetabilidad emanada por la pintura cuando ésta exige ser considerada casi más tesorizable, que simplemente coleccionable. Circunstancia rara, que transciende su habitual identificación como mercancía más o menor prestigiosa.

Es curioso advertir como Pedro Muiño es capaz de provocar un acusado ritmo sincopado a los visitantes, “atrapando” durante un tiempo a unos en un cuadro, o a otros en el siguiente o en el anterior. Es porque de las paredes de “Trinta” cuelgan provocativas invitaciones a la fruición, en lugar de llamadas a la fascinación, invitaciones que proceden de un obvio“déjà vu” que no es sincrético, ni tan siquiera eclecticista, si no selectivo. De un múltiple, sincrónico e inteligente clamor de indisimuladas referencias a la Historia De La Pintura.

La exposición de Pedro Muiño es un compendio de guiños cómplices y cultos, por ello ha convertido las salas de la galería en un efímero y pequeño Museo de Arte que no puede ser visto con otros ojos que los de la contemporaneidad. De ahí el ritmo y de ahí también el silencio.

Si algo no hay en esta exposición, aun a pesar de las apariencias primeras, es signo alguno de discurso intencionado, de narrativa o de ejemplificación. Las obras son fragmentos de una poética particular, y su conjunto no puede ser interpretado desde otra óptica que la proporcionada por tres conceptos rotundamente contemporáneos :el individualismo del autor, los referentes sígnicos y culturales de las imágenes, y el ensimismamiento absoluto de cada fragmento del conjunto.

Pedro Muiño parece compartir en esta exposición lo que C. de Sobregrau definió como “deseo de fuga hacia un sublimado pasado del que se ha enamorado”, es decir, ese sentimiento común a algunos autores pre-rafaelistas y simbolistas, aunque manteniéndose totalmente al margen de las pretensiones redentoristas del movimiento y de cualquier contaminación estética anacrónica. Pedro Muiño ha sido atrapado, él mismo, por imágenes o por referentes. Sólo por eso. De ahí que “Ofelia” no sea un icono, sino una evocación simple se John Millais. De hecho “Ofelia” personaje central de esta exposición parece en ocasiones uno más de los “Ángeles de Sodoma“ de Moreau , para deslizarse en otras, sugerentemente impúdica en paisajes de resonancias wagnerianas, poniendo un contrapunto lúdicoa la pretenciosidad trágica de Fantin-Latour. Arnold Böcklin se agazapa en su “Isla de los muertos” con la sana intención de atrapar alguna “muchachita a la orilla del mar” que haya decidido librarse de Puvis de Chavannes y convertirse en abandonada participante en cualquier Bacanal de Tizziano.

No habrá para ellos juicio final, y es seguro que Pedro Muiño cree que las poderosas arquitecturas anatómicas de sus personajes acabarán deslizándose a gran velocidad hacia el éxtasis a través de las turbulencias iluministas agitadas por el Turner más experimental.

Esta exposición no es iconográfica, no es discursiva, es iconológica, culta, literaria.

Pedro Muiño ha tenido la valentia de encarar en esta exposición la Contemporaneidad desde planteamientos totalmente alejados de todo Neo-Expresionismo, Transvanguardismo o Nueva Figuración. Pedro Muiño ha desarrollado una figuración poderosa asentada sobre un formidable dominio del dibujo, conduciéndola a través de uno de los caminos más vilipendiados y oscurecido por el triunfo de las “vanguardias”, al apostar por la contraposición conceptual entre la estética voluntariamente escogida y la moral utilitarista y mercantil que ha caracterizado a gran parte de la pintura de los años ochenta. Pedro Muiño ha apostado por pintar. De ahí la respetabilidad de los resultados.

Y pintar desde premisas “aberrantes” según la estética codificada al uso. Ha decidido entender el cuadro como superficie cerrada, para deslizar sobre ella composiciones que retrotraen al espacio pictórico. Sin embargo ha sabido prescindir de perspectivismos y espacios ilusorios para provocar la ruptura en el espacio plástico, de ahí que el sinfín de duros escorzos contraponga dispersos “puntos de fuga” imposibles de encajar en el espacio pictórico tradicional. Es otra evocación buscadamente equívoca. Otra regla de juego.

El color y la materia son estruendosos, densos, texturizados y juegan a establecer vocabularios propios. Ambos construyen el discurso final, al margen de la figuración. No están en modo alguno a su servicio. Son elementos autónomos sin los que sería imposible comprender la propia obra. Son el ensimismamiento pictórico. Otro de los rasgos definitorios de la contemporaneidad.

La herencia del Renacimiento, el erotismo y el refinamiento de un Barroco no confesional, la poética intimista del Simbolismo sin ánimo representativo, el poder liberador del Expresionismo Abstracto. Abundantes parcelas de la historia de la pintura. Esas son las bases de esta exposición, desde la cual Pedro Muiño aparece como algo ya casi olvidado en el proceloso ritmo de la innovación permanente: como Pintor.